Lo
primero que diviso tras bajar del coche son los frondosos y verdes
arbustos que rodean y escoltan a lo que a partir de ahora llamaré
hogar.
Tras
ellos, una preciosa casa color chocolate claro asoma su planta
superior y tejado, también color marrón, pero oscuro. Parece de
cuentos de hadas, no por lo bonita que es, si no por la gran cantidad
de plantas y flores que la rodean y la decoran.
El
aire otoñal me llena los pulmones y me los limpia. Suspiro
profundamente, anhelando la máxima cantidad de aire posible mientras
sigo examinando cada parte exterior de la casa.
-¿Te
gusta?-pregunta mi madre acercándose a mí, con Henry, mi padre,
tras ella.
No
sé qué responder, no tengo palabras. Es preciosa.
-Me
encanta.-digo al fin, tratando de buscar las palabras más adecuadas
en comparación con lo que siento ahora mismo.
-El
color...-sigo diciendo, pero me quedo estancada.
-Lo
elegiste tu.-me recuerda Henry con una sonrisa.
-¿De
verdad?-digo sonriendo yo también.
Debe
de ser verdad, ya que sinceramente me encanta el color.
Sigo
varios segundos más observando la casa, hipnotizada por su
perfección y sus colores.
En
la planta superior, que es la única planta que me alcanza la vista a
ver, hay dos ventanas: una grande rectangular en la parte izquierda y
otra más pequeña redonda en la parte derecha, ambas de madera
oscura. Una maceta con flores rosas cuelga desde la ventana
rectangular y una hiedra verde claro da color a la parte derecha de
la casa, trepando desde el suelo hasta el tejado.
-¿Lista
para entrar?-me pregunta mi madre mientras me frota el brazo con
cariño.
Despego
mis ojos de la hiedra y los poso en ella. Le sonrío en modo de
respuesta y me dirijo decidida hacia los escalones de piedra que
llevan a la casa.
Los
subo uno a uno, comiéndome todo con la mirada y tratando que obtener
y sacar la máxima información posible de cada detalle. Rozo los
arbustos con las yemas de los dedos mientras avanzo. Trato de
descifrar el olor, y aunque me resulta familiar, no obtengo una
respuesta.
Finalmente
llego a lo que sería la puerta principal de la casa. Es grande, de
madera oscura como las ventanas y labrada con formas irregulares que
no identifico. Paso la mano por ella, notando cada figura extraña en
mi palma. Mi dedos se topan con la cerradura. Miro a mi madre quien
me mira con ojos expectantes.
-¿Quieres
abrirla tú?-me pregunta con la llave entre sus dedos.
Sin
decir palabra cojo la llave de su mano y me quedo mirándola mientras
la sujeto por la parte redonda. Miro de nuevo la cerradura y trato de
encajar la llave en ella. Lo intento dos y hasta tres veces, pero no
entra. La mano comienza a temblar de los nervios.
-Al
revés, cariño.-me dice mi madre con voz suave.
-Claro.-respondo
rápidamente, como si fuera algo obvio para mí. Y probablemente lo
es.
Giro
la llave de posición con la mano temblorosa y trato de encajarla de
nuevo en la cerradura. Esta vez, la llave se desliza sin ningún
problema.
-Ahora
gira la mano hacia la derecha.-me explica mi padre desde atrás.
Giro
la mano suavemente hacia el lado indicado y escucho un leve “click”
que indica que la puerta está abierta. Empujo la puerta con mi mano
libre y ésta se abre con un pequeño crujido. Tomo aire antes de dar
el primer paso hacia mi hogar.
Cierro
los ojos y doy un paso hacia delante. Cuando los abro, la respiración
se me corta. Mi corazón no para de bombear rápida y fuertemente
debajo de mi pecho.
Me
encuentro en medio de una acogedora entrada, luminosa y espaciosa.
Decorada con tan solo varios cuadros, un espejo , una pequeña planta
y una exótica lámpara en una mesita de madera.
Miro
hacia arriba y me doy cuenta de que la luminosidad del día entra
gracias a dos grandes claraboyas que se encuentran en la parte más
alta de la casa, justo encima de la escalera que está situada a
pocos metros de mí, justo en frente.
Giro
la cabeza hacia mi derecha, donde encuentro un arco de madera en
mitad de la pared, dejando comunicado el salón con el resto de la
casa. Cruzo el arco y ahí está el salón. Tal y como me lo había
imaginado. Lo primero que me llama la atención es una pequeña
estatua de un buda color bronce viejo con adornos en madera y una
pregunta cruza mi mente como un relámpago.
-¿Somos
budistas?-pregunto desconcertada.
-No.-dice
mi padre riéndose.
-Te
encantaban los budas, la meditación, todas esas cosas-me explica.-
así que decidimos comprar uno de decoración.
-Ah.-es
lo único que pude responder.
Sigo
observando el salón y dando vueltas en él.
Los
cojines verdes con dibujos étnicos contrastan perfectamente con los
dos sofás de color crema y madera. Hay también varios cuadros con
muchos colores y figuras extrañas, lo que hace resaltar la claridad
de las paredes. Hay macetas con flores en todas las superficies
planas posibles: sobre el borde de la chimenea, sobre una pequeña
mesa de café, sobre una estantería casi llena de libros y sobre una
gran mesa de madera rodeada de sillas, donde supongo que comíamos
todos juntos.
En
la pared derecha, al lado de donde se encuentra la televisión
situada, hay un gran ventanal que deja ver un enorme y frondoso
jardín lleno de flores. Siento el impulso de correr hacia él,
romper el cristal de un empujón y tirarme en la hierba verde y
húmeda. Pero reprimo esa emoción de locura y prosigo con la visita
de mi propia casa.
Paso
de nuevo por la entrada, para esta vez, abrir la pequeña puerta de
madera que se encontraba en la pared izquierda. Cuando la abro, lo
primero que veo es una espaciosa encimera de color marrón con la
superficie de arriba color crema, una nevera bastante grande
plateada, una tostadora roja y muchos más electrodomésticos de
cocina que no puedo identificar sin verlos funcionando. Una pequeña
lámpara plateada y blanca cuelga del techo, dando claridad a la
habitación.
Ando
a través de la cocina y cuando llego a la parte final, me topo con
un cuadro. Pero no es un cuadro cualquiera. Es una foto donde hay
tres personas riendo y abrazadas: Ángela, mi madre; Henry, mi padre;
y yo; y en el fondo, se puede divisar la orilla de una playa, incluso
se pueden ver las olas rompiendo unas con otras.
Ver
esa fotografía me hace romperme en pedazos. Éramos una familia
feliz. A lo mejor teníamos imperfecciones, pero ¿Qué familia no
las tiene? Éramos felices como éramos. Y ahora, por mucho que
quiera o por mucho que lo intente, no vamos a volver a ser los mismo
que éramos.
La
vida da giros, vueltas inexplicables y ni si quieras te das cuenta de
ello. Un simple segundo puede cambiarlo todo para siempre,
literalmente.
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